sábado, febrero 17, 2007

Jaim Etcheverry: ¿Qué universidad necesita la Argentina?

Siguiendo con las observaciones sobre la educación y la universidad en la Argentina, se reproducen aquí algunas opiniones de Guillermo Jaim Etcheverry, expresadas entre 2005 y 2006, cuando todavía era rector de la universidad de Buenos Aires. En primer lugar, lo más reciente: su intervención durante el “ciclo Politicas de estado para el desarrollo de la Argentina. Educacion” organizado por el diario Clarin con motivo del 60º aniversario de su fundacion. Buenos Aires, 17 de agosto de 2005.
En este caso, el eje de su argumento se desarrolla alrededor de la defensa de la universidad como generadora de ideas con autonomía de objetivos inmediatos, y en la crítica de la limitación de la universidad a un organismo de atención del mercado.
Dice Jaim Etcheverry:
Aunque resulte ocioso, tal vez convenga reiterar la importancia central de las universidades para el desarrollo social. Lo ha expresado muy bien el escritor Luis Britto García cuando afirmó: “El lugar que una sociedad asigna a sus universidades coincide misteriosamente con el que esa sociedad ocupa en el mundo.”
Posiblemente el núcleo de esta discusión acerca de la función social de la universidad consista en determinar si la institución debe adaptarse a la sociedad o si ésta debe hacerlo a la universidad. Parecen contraponerse dos concepciones que, en realidad, se articulan, complementándose. De lo que se trata no es sólo de modernizar la cultura universitaria, sino también de culturizar la modernidad social. Es que la universidad tiene la función irrenunciable de cultivar y proponer hacia afuera ciertos valores que le son propios. Su misión hoy es civilizar el nuevo milenio y, para lograrlo, es preciso que emprendamos un esfuerzo destinado a convencer a la sociedad de que la educación encierra valores propios y que no es solo la clave de valores económicos.
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El hecho de tener que enfrentar serias restricciones económicas, está impulsando a las universidades a emprender cualquier tarea que les permita sobrevivir. La ideología de la década de 1990 causó estragos en muchos de los protagonistas de la vida de nuestras universidades, que recurren a lo inimaginable para subsistir. Desde competir con los profesionales que forman hasta enseñar tango, todo resulta válido en la lucha feroz por hacerse de algunos fondos. Se enseñorea en nuestras universidades un canibalismo suicida, una lucha egoísta de todos contra todos, reflejo a su vez de una alarmante mediocrización de nuestras clases dirigentes.
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Tal vez una de las características que mejor define la situación de la universidad actual sea esta acelerada incorporación a la lógica empresarial y comercial que hoy domina todas las esferas del quehacer humano. Se instala con fuerza avasalladora la concepción que, para justificar su existencia, la universidad debe exhibir resultados mensurables y comercializables. De allí que se apliquen a la institución y a sus “productos” los mismos criterios con los que se juzga la productividad y la eficiencia de las empresas que trafican bienes, en este caso la educación.
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La lógica empresarial dominante ha conquistado de manera acelerada un territorio que, hasta no hace mucho, estaba ligado a valores culturales y académicos y no a los puramente materiales y comerciales. Parecería que no se advierte que resulta imposible aplicar la lógica de las empresas a un “producto” tan difícil de definir como “un estudiante educado”, un “profesor talentoso” o un “conocimiento significativo”.
El análisis de cualquier aspecto de la actividad universitaria actual, descubre ese tránsito acelerado hacia la comercialización. Las universidades se ven forzadas y estimuladas a intentar “venderse” de una manera atractiva para las corporaciones, insistiendo en la “relevancia económica” que tiene la tarea que en ellas se lleva a cabo. Con frecuencia se termina por realizar acciones e investigaciones que solo son importantes para esos negocios.
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Al entrar en el ocaso la idea de que la sociedad toda progresa cuando se eleva su nivel cultural, es lógico que se piense que quien ahora se concibe como beneficiario exclusivo de la universidad, el alumno, sea este quien afronte el pago de sus estudios. De la tradición de la educación como inversión social, estamos pasando a la concepción de que se trata de un beneficio personal. Esto hace que la contribución del estado a la educación universitaria sea vista como un factor de desigualdad, idea que reaparece con fuerza en periodos de grandes restricciones de los fondos afectados a las inversiones sociales.
Jaim Etcheverry destaca particularmente la responsabilidad de la universidad en la formación de personas, no simplemente en la entrega de conocimiento útil:

En la nueva realidad creada por la constelación de altisonantes términos de moda, que adoptamos sin análisis, se destaca nítidamente la apelación a la "salida laboral". Si bien la inserción de los jóvenes en el mundo del trabajo constituye un objetivo importante de la educación, no debemos perder de vista que las grandes universidades del mundo pretenden formar “personas” completas, integrantes de una dirigencia social que comparta una visión de la complejidad del mundo. Lo hacen proporcionando a sus alumnos las herramientas intelectuales apropiadas para comprender los grandes cambios que hoy se producen velozmente y para intentar encauzar el destino social. Son esas cualidades, por otra parte, las que permiten que esos alumnos trabajen.
Con culpa, hoy se justifica a la educación como un instrumento útil para lograr otros fines: es buena para los negocios o para las carreras profesionales. Rara vez alguien dice que es buena para la persona. Esa mujer, ese hombre, son los encargados de transformar la realidad. No deberíamos perder de vista que estamos formando personas que, sin duda, además deben ser empleables.
Este desinterés por la dimensión humana de la tarea del educar, explica que las universidades estén cambiando hasta volverse irreconocibles. Solo si conseguimos reinstalar la idea que la educación pertenece a la esfera del ser y no a la del tener, podremos revertir la tendencia actual que busca convertir a la educación superior en un sector más del mercado de bienes y servicios, con la ingenua complicidad de muchos de nosotros.

Sobre la importancia que Argentina da actualmente a la universidad:
Debemos reconocer que la Argentina está lejos de asignar ese papel de liderazgo a sus instituciones de educación superior. Ello se pone claramente de manifiesto en la magnitud de los fondos que el Estado asigna para su funcionamiento. Si bien es evidente que en los últimos tiempos se advierte una clara y auspiciosa preocupación por incrementar el apoyo a la ciencia y a la educación en todos sus niveles, debemos convencer a la sociedad argentina de que resulta preciso animarse a dar un osado salto hacia el futuro, duplicando o triplicando la inversión educativa, como lo han hecho los pueblos que avanzan. La gravedad de nuestra situación queda demostrada con elocuencia por la comprobación de que una sola universidad del Brasil, la de San Pablo, recibe del Estado un presupuesto que representa la mitad del que la Argentina asigna a sus 38 universidades nacionales. En un mundo en el que los investigadores y docentes pueden desplazarse sin dificultades, es ilusorio pensar que tendremos buena ciencia y buenas universidades sin realizar una generosa inversión. Es un espejismo imaginar que tendremos una universidad seria y competitiva – y, por lo tanto una sociedad que comparta esas características – sin docentes dedicados a la tarea de investigar y enseñar recibiendo una retribución decente, sin bibliotecas actualizadas y laboratorios bien provistos, sin estudiantes motivados, capaces y apoyados, sin personal entrenado y sin ámbitos apropiados para el trabajo.
(...)
Cuando querramos identificar las palancas del cambio social sobre las que puede operar la universidad, no deberemos mirar afuera y lejos como ahora nos incitan a hacerlo. Bastará con volver nuestra atención hacia nuestras modestas aulas y laboratorios. El actor del cambio posible está allí: es la mente de nuestros jóvenes. A ellos deberemos proporcionar las herramientas intelectuales que les permitan trascender el injusto mundo de inmediatez en el que vivimos. Si los jóvenes no adquieren experiencia en el análisis crítico, en la percepción de lo que hoy sucede – experiencia que parecería poder dar sólo una universidad que sea tal y no la suerte de academia profesional en que se está convirtiendo entre nosotros – corremos el riesgo de perder nuestras reservas de capacidad, calidad y hasta de indignación humanas, esenciales para el análisis crítico y la transformación de la realidad.
El texto completo de sus palabras también se encuentra archivado en el sitio de la UBA.
Una pequeña historia de Jaim Etcheverry se puede encontrar en la nota de Ana Laura Perez en Clarin:
Integrante de numerosas academias (y recientemente nombrado miembro extranjero honorario de la American Academy of Arts and Sciences de los EE.UU.) empezó de chico. Luego de la primaria en Villa del Parque cuando egresó con medalla de oro de la Escuela Argentina Modelo. Descartó la ilusión de estudiar cine porque la única escuela del país quedaba en Santa Fe. Su padre bromeaba diciéndole que eligió Medicina porque le quedaba cerca de la casa familiar, por entonces en Lavalle y Callao. El tenía otras razones. Aunque quería investigar, buscaba una formación más integral que la que pensaba que le ofrecerían Biología o Bioquímica, carreras que también le gustaban. Se recibió en el 65 con diploma de honor y en el 72, su tesis de doctorado fue premiada como la mejor en Ciencias Básicas de ese año.
Antes de dejar las aulas enfiló derecho al laboratorio para especializarse en neurobiología, alcanzando el estatus de investigador principal del CONICET en el 84. Completó su formación en Basilea, Suiza, y en el Instituto Salk de La Jolla, California, gracias a la prestigiosa beca Guggenheim que obtuvo en 1978. Luego, se dedicó a trabajar siempre en el país, rechazando invitaciones para radicarse en Oxford (Inglaterra) y centros académicos estadounidenses.
Entre 1986 y 1990 fue elegido decano de la Facultad en la que siempre estudió y levantó una enorme polvareda cuando propuso discutir las condiciones de ingreso, estudio y práctica profesional de la carrera.

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